lunes, 19 de septiembre de 2011

Un ángel dormido bajo el agua


Angel dormido, de Elsa Herrera-Quiñonez Vargas

Miyó Vestrini dijo en una entrevista: “Para mí un ser humano vale en la medida en que está viva su memoria”. Con estas palabras quiero, en primer lugar, saludar el proyecto editorial Biblioteca Biográfica Venezolana, que, bajo la sabia conducción de Simón Alberto Consalvi, adelantan El Nacional y Bancaribe. Vayan nuestro respaldo y nuestro aplauso a esta iniciativa que permite construir la memoria del país, acercarnos y conocernos como entidad real y concreta, explicarnos cómo somos los venezolanos de comienzos del siglo XXI. Y es la incorporación de un nuevo título de esta Biblioteca, ya el volumen 80, dedicado a Miyó Vestrini, escrito por Mariela Díaz, la razón que nos convoca esta noche. Cuando María Cristina Serrano me propuso esta presentación me aterré, y lo hice no solamente por un arraigado “miedo escénico”, sino por sentir que yo no tenía las credenciales para realizar esta presentación. Después entendí que sí era mi privilegio, que no estoy aquí por y para ejercer la crítica literaria o el análisis periodístico o cualquiera de esos recursos académicos, estoy aquí por una enseña que llevo en el alma: ser amiga de Miyó Vestrini.
No voy a hacer juicio sobre el libro, creo que cumple el cometido de ser ameno y fundamentado, partió de una investigación de personalidad realizada en el taller “Periodismo y Memoria“, facilitado por Milagros Socorro en 2006. Creo que Mariela Díaz recurrió a las fuentes correctas y desarrolló su trabajo en una estructura que facilitó la integración de conceptos y testimonios. Pero a mí —y debo reconocer mi subjetividad— la lectura de este libro me conmovió hasta el llanto: reviví tantos y tan profundos encuentros, tantas y tan enriquecedoras vivencias y experiencias compartidas.
En el largo devenir de los estudios literarios, en las opiniones de los críticos, de los investigadores y de los propios escritores hay una interrogante permanente: ¿el autor hace autobiografía cuando crea sus personajes? Yo voy a utilizar un criterio de Salvador Garmendia: “Es posible entrever la faz del escritor a través de lo que escribe, pero será solamente un reflejo y un reflejo que a veces es imaginario o inventado”, y me voy a aferrar a ese criterio para asegurar que la compleja personalidad de Miyó Vestrini desborda la imagen de una mujer menopausica, dejada de los hombres, deprimida, atormentada y sola, que pasea por muchas de las líneas de sus escritos, y que en ocasiones lectores —académicos o no— identifican al calco con la autora. Ella era de las personas más simpática, ocurrente, risa fácil y hasta alegre que uno pudiera tropezar. Aseguraba que su timidez sólo le permitía expresarlo en los círculos más íntimos. Esa condición unida a su extremada inteligencia y a su agudosísima percepción hacían de Miyó una verdadera y ansiada compañera. También esa inteligencia y esa percepción la llevaron a reconocer los puntos más débiles, el “talón de Aquiles” de cada uno de quienes la rodeamos. Era lo que nos señalaba en enfrentamientos como certeras puñaladas al corazón.
Salvador Garmendia escribió una entrevista imaginaria a Miyó, seis años después de su muerte, y entre las frases que le endilga hay una que la define muy bien: “Creo en sesenta mil cosas, no hice más que creer toda mi vida”. Les aseguro que era una militante de sus creencias, podía apostar la vida por ellas. Era una creyente y era una entusiasta. Es difícil conocer a alguien que haya producido tantas ideas, tantos proyectos, tantas iniciativas. Puso pasión en su trabajo, lo hizo con responsabilidad, tenía ese sentido del deber típico de las egresadas de colegios de monjas. Claro, en paralelo, nunca estuvo satisfecha con sus logros, se exigió al infinito.
Vivimos pasillo de por medio por casi tres años. Mis hijos, preadolescentes para la época, formaban con otra docena de vecinitos una pandilla de esas que suelen atormentar nuestros condominios. Los niños del edificio Jardines de Sebucán no querían a los adultos, de ellos sólo recibían “no pasen, no pisen, no monten, no jueguen”. Sólo tenían una cómplice adulta y esa era Miyó. Mi hija Altagracia, su ahijada, afirmaba que era la persona más dulce del mundo y la única que la comprendía.
En el libro narrativo de Miyó, Órdenes al corazón —según Silda Cordoliani, su prologuista, no constituye un conjunto de cuentos sino un sólo relato fragmentado—, hay una exigencia, un reclamo: a Miyó tenemos que darle gracias, inmensas gracias por Las historias de Giovanna, El invierno próximo, Pocas virtudes, Valiente Ciudadano, por el ya mencionado Órdenes al corazón, por los libros de entrevistas a Sonia Pérez, a Isaac Chocrón, a Salvador Garmendia, por las páginas culturales de La República, El Nacional y El Diario de Caracas, por el Papel Literario, por las publicaciones que dirigió: El Cohete, Criticarte, Venezuela Oggi, por la columna Parejas, por el programa radial Al pie de la letra; en fin por toda la obra creativa y periodística que Miyó desarrolló y que hoy se nos presenta pionera y paradigmática. Como amigos también tenemos que darle las gracias por su presencia en nuestras vidas, nunca nada fue igual para nadie después de hacerse amigo de Miyó: ella nos contagió de su acercamiento reflexivo y crítico a la vida, de su buscar y enfrentar los por qué, de su combatir cualquier aceptación pasiva y claudicante. quiere que alguien le dé las gracias por todo lo que ha hecho. Es valedero ese reclamo. Creo que llegó la hora de darle las gracias,

Quiero, para terminar, leer un poema de nuestro amigo Alberto Barrera Tyszka. Está dedicado a mí, lo que me enorgullece, y se llama:
Miyó
Que las palabras pierdan su envoltura./ Que todo estalle./ Que cada imagen se abandone/ a una imagen más líquida/ y definitiva/ que sólo existe ya,/ por fin,/ un ángel/ dormido bajo el agua.
(Palabras de presentación por Elisa Maggi, leídas el 8 de julio de 2008, durante el bautizo del libro Miyó Vestrini, Biblioteca Biográfica Venezolana).