lunes, 30 de mayo de 2011

La metáfora de la Mannschaft


La inyección de aires nuevos en la selección nacional de fútbol de Alemania le ha hecho ganar un nuevo lugar en el mundo del deporte. El cambio, tangible y a la vista, que la Mannschaft ha demostrado en el campo de juego ha sido una novedad de la que no pocos se preguntan cómo sucedió. Y es que detrás del alto desempeño de este equipo que cuenta con el respeto de muchos, existen algunos secretos que vale la pena descubrir

MARIELA DIAZ ROMERO

Muchos consideran que la fórmula del cambio en la Mannschaft tiene nombre: el sistema Joachin Löw. Con 49 años de edad, el seleccionador del equipo alemán no ha vacilado en llevar adelante las decisiones arriesgadas que ha tomado. Junto a Jürgen Klinsmann, es el responsable de introducir nuevas ideas en la forma de hacer el “trabajo”, lo cual implica jugar no sólo con los pies detrás del balón sino con estrategias y conceptos; he allí porque se ha empeñado en dar a sus atletas herramientas de motivación, inyectarles —tanto a ellos como al equipo técnico— ideas positivas, así como también renovar una plantilla con inexpertos pero noveles promesas.

Quizás todo esto hubiera sido inaceptable dentro de una selección en la que predominaba las ideas del viejo káiser Franz Beckenbauer y que heredó Rudi Voller.

El debut de la eficacia del sistema Löw, antes que en Suráfrica 2010, se probó en el Campeonato Europeo, celebrado en el año 2008, en Alemania. Muchos seguidores sintieron un renacer de las esperanzas con el triunfo del equipo, que resurgía de sucesivas derrotas. Aquel fue un sommermarchen (verano fabuloso), que contagió a toda la nación teutona de un frenesí que parecía inexplicable.

Fue de tal magnitud el entusiasmo que esta estela de renovación dejó que todo el país se sensibilizó para dar apoyo al equipo; tanto los fanáticos tradicionales y consuetudinarios como la gente que no veía mayor interés por el fútbol sintieron la necesidad de apoyar a este equipo que les devolvía la fe en Alemania. Por las calles portaban el estandarte amarillo, rojo y negro en señal de victoria. Un gesto que antes de la reunificación alemana sólo podía ser considerado como una oda al nazismo. Ahora por obra y gracia del fútbol era un orgullo ser alemán. El segundo puesto había que celebrarlo en grande.

Llegó el momento de Suráfrica 2010 y fue la oportunidad para dar a conocer los resultados del llamado konzeptfussball (fútbol de planes y conceptos). Se dejaban atrás las demostraciones de fuerza o simplemente la belleza de movimientos sobre el césped. Este nuevo desempeño se fundamentaba en un sistema que complementa estrategia, táctica, desarrollo de jóvenes talentos y juego de mayor velocidad sobre una cadena de cuatro retadores con un delantero eficaz.

Implantar la novedad ha tenido algunos costes para el reservado Joachim Löw, sobre el que pesaban muchas dudas acerca de su capacidad técnica para llevar adelante todo lo que se proponía.

La prensa alemana no dudó en atacarlo ferozmente varias veces cuando él actuaba implacablemente al eliminar a algún jugador que no podía adaptarse a su estilo. Quizás no lo ayudaba el hecho de que él nunca fue un jugador excepcionalmente destacado. Sin embargo, supo inocular el germen del cambio en el seno de la Mannschaft al mantener una línea constante dentro de las modificaciones que iba introduciendo, que además fueron paulatinas, una detrás de otra, paso a paso, avanzando con calma, paciencia, seguridad y preparando sistemáticamente a todos y cada uno de los actores involucrados en esta empresa, a la que solamente permitió sumarse a aquellos que llevan el fútbol como una pasión dentro de sí.

Del error al ensayo

Quien ha conocido a Joachim Löw de cerca destaca en este apasionado del fútbol un hermetismo que incomoda a muchos. Quisieran ver en él quizás a un héroe, a un redentor. Pero nada más lejos de su personalidad. Löw no hace alarde de lo que hace, sólo lo hace. Hubo quien quiso ridiculizarlo al captar el momento cuando se hurgaba la nariz en uno de los partidos en la pasada contienda surafricana. El video lo colgaron en Youtube, pero más allá de eso no pudieron ver que a Jogi poco le importa el brillo mediático, él es sólo un muchacho de la selva negra, al sur de Alemania, donde nació, creció y vive con su esposa, cerca de Freiburg.

Lo agarraron eso sí desprevenido, porque el liderazgo que ejerce Joachim Löw no se basa en mostrar las luces del traje de vedette, sino en estar al frente de un equipo que se empeña en jugar para “todos”, sin que destaque uno de ellos como estrella. Parecerá obvio, pero no lo es. Una de las premisas de Löw es que predomine la idea de un trabajo en colectivo, aquí no existen superhéroes, sino diversas fortalezas que se complementan bajo una visión que las unifica.

Saber adónde se va y cómo se llega ahí. Plantearse una meta, cuyo alcance no es una utopía. Pero la consecución del éxito no se basa en la temible regla de la jungla: no importa el medio ni el cómo sino el fin. La arquería. Para Löw es importante desarrollar una ética del juego: respetarse en la diversidad, no olvidar considerar al otro, tanto al compañero como al adversario; después de tomar una decisión llevarla a cabo sin doblegarse, pero siendo capaces de tener la flexibilidad de reconocer los fracasos. Reconocerlos para enfocar en el próximo juego la meta y el éxito. Y todo ello respaldado por un equipo técnico de profesionales, en el que el componente sicológico más que una herramienta de asistencia es un proceso de aprendizaje.

Conocerse a sí mismo para entender cómo se debe jugar. Sólo una personalidad en la que no predomina el narcisismo habría sido capaz de implementar cambios de envergadura en un equipo de alta competitividad, en el que no sólo está en riesgo la mera posibilidad de ganar una copa o un trofeo sino también miles de millones de euros.

A pesar de su talante cerrado, es decir, ser de pocas palabras, Löw no desconoce la fuerza de comunicar y escuchar. El le imprimió al equipo esa capacidad para sacar de cada uno lo mejor que podía dar. Esto sólo él podía saberlo observándolos, confiando en la capacidad de estos muchachos, cuya edad en la cancha no sobrepasa los 25 años. Sin embargo, la poca experiencia era a la vez una ventaja para ser permeables a las nuevas ideas para adaptarse al cambio.

Seguridad y temple para llevar a cabo las transformaciones no faltaron en Löw, que no confundió disciplina y firmeza con forcéps inesperados. Su experiencia fuera de la cancha, como seleccionador, se afinó motivando a un equipo al que había que imprimir el gusto por el riesgo de hacer nuevas experiencias con la suficiente entereza para saber que a pesar del empeño existe la posibilidad de perder. Pero ello es lo que abona el terreno del aprendizaje y de la necesidad de ser mejores.

Metamorfosis

Acercar la lupa a la transformación que sufrió la Mannschasft nos invita a pensar en la transformación personal y colectiva. Este cambio es un eco que resuena, y sus ondas se esparcen y estimulan el pensamiento que insiste en una posible metamorfosis individual y colectiva.

Quizás en algún momento, para los venezolanos, ha sido más que un sueño, una fantasía, la idea de cambiar el país en el que vivimos, de transformar la sociedad en la que coexistimos. Hoy, habita un malestar en nuestra cultura que se expresa a través de una violencia desmedida, escaso crecimiento económico, condiciones paupérrimas que se acentúan, una diáspora de gente joven y con talento, que nos obliga a transmutar el sueño de cambio por una necesidad real. Urgente y real.

Aunque tomar el cambio del equipo alemán como una metáfora para pensarnos a nosotros mismos pudiera resultar para algunos una operación simplista, recordemos aquí la frase del psicoanalista junguiano Rafael López Pedraza, autor de numerosa literatura sobre psicología de los arquetipos: “Lo que más mueve la psique son las metáforas. Ellas evitan la parálisis y la rigidez que ocasiona la identificación con algún complejo inconsciente”.

Pensarse pasa por el autorreconocimiento de nuestras miserias y responsabilidades. Por allí habría que iniciar cualquier tarea de transformación. Aunque ninguna metáfora pueda explicar del todo la multicausalidad del malestar que existe en el país, reconocer que en ese malestar todos tenemos participación y responsabilidad es el primer paso.

Reconocernos como una sociedad en la que por mucho tiempo la moneda de intercambio relacional ha sido la depredación y la falta de reconocimiento del otro. Nuevas formas de violencia, y cada vez más crueles, son las que predominan cuando se hace necesario dirimir un conflicto. La palabra como recurso de intercambio simbólico, al decir de los psicoanalistas, ha sido desplazada como forma de comunicación. Vivimos en una sociedad donde disentir y ejercer un pensamiento crítico son actividades sospechosas que deben ser perseguidas, señaladas y enjuiciadas.

Si recurrimos al psicoanálisis como herramienta para vislumbrar algunas respuestas, nos damos de bruces con realidades contundentes. Nos explica Adrián Liberman, psicoanalista radicado en Caracas, miembro de la Sociedad Venezolana de Psicoanálisis, que muchas de las situaciones de deterioro social que hoy padecemos los venezolanos son situaciones que se han incubado en el seno de nosotros mismos, mucho antes de 1999. La dificultad de reconocimiento del otro, la desconsideración en el venezolano —apunta Liberman— no es invención de un gobierno de turno.

Dice Liberman: “La primera tarea es asumir que todos construimos este presente, unos por acción deliberada, otros porque abandonaron la polis, la plaza pública, creyendo que lo público no les concernía, que eso era un asunto de los políticos; entonces encontramos a alguien que nos relevó de pensar en lo colectivo y cada quien compró esa oferta de diversas maneras, esto lo construimos todos, teníamos cada cual razones distintas para construirlo”.

Nuestros complejos problemas se han enquistado entre nosotros como síntomas: manifestaciones de nuestra conducta que padecemos, que nos causan sufrimiento pero que a la vez significan un triunfo porque es la mejor manera que se ha conseguido para lidiar con los conflictos.

Elegimos un gobernante —antes que a un estadista— que ha hecho las funciones de padre autoritario, al que como ciudadanos cedimos el poder de construir nuestra ciudadanía; le cedimos el poder para decidir por nosotros. Y ahora recuperar ese poder implica un padecimiento que aún no sabemos cómo superar. Para reivindicar las injusticias que hemos padecido históricamente compramos la idea del vengador —observa Liberman— y desdeñamos la posibilidad de tener un líder. Una confusión que nos ha costado caro. Confundimos épica con ética. Y ante la ausencia de la segunda optamos por potenciar la primera.

“La épica seduce más que la ética, la idea de que somos los herederos de Simón Bolívar es más atractivo que la idea de que nos hace falta una ética, es decir, una ley, un ordenamiento. Un padre que sea la ley, no un padre que sólo libra grandes batallas. No hay ética pero sí hay épica, conmemoramos y celebramos las batallas, los desfiles son muy vistosos y nos compramos armas, pero lo que necesitamos es realmente una ética, imponer la ley que es distinto de la autoridad”, considera Liberman.

La exacerbada devoción por las figuras heroícas, que de alguna manera es reforzada por la retórica gubernamental, eclipsa nuevas maneras de hacer, de vindicar, de pensarnos a nosotros mismos como individuos. Así, sufrimos la condena de estar a la sombra de una trayectoria heroica. López Pedraza explica: “No hay duda de que en Latinoamérica existe un fuerte inconsciente colectivo en el que la devoción por los héroes independentistas ocupa un lugar central. Se ha señalado que esa devoción evidencia que no tenemos ningún otro asidero cultural”.

Hundimiento y reconocimiento

Hacer duelo es parte del cambio, significa reconocer nuestra responsabilidad, nuestros errores, nuestras malas decisiones. Todo aquello que hemos dejado de encarar, que hemos dejado al azar. Como la creencia de que en nuestras pequeñas vidas individuales no había espacio para pensar el colectivo como una prolongación de lo que íntimamente somos. ¿Por qué nos cuesta tanto reconocernos? Porque reconocer el error implica asumir una pérdida por todo aquello que pudimos ser y no supimos cómo.

“Creo que nos toca hacer duelo por las malas decisiones tomadas, por todo lo que nos hemos equivocado, lo que hemos perdido; si no lo hacemos, si no le damos un peso emocional importante, el día de mañana vamos a caer en lo mismo. Los seres humanos tienen una compulsión a la repetición. Esto a veces está reñido con la lógica. Uno de los aportes del psicoanálisis es que la lógica no es la dueña de la casa. Si no hacemos un verdadero duelo con respecto a lo que nos hemos equivocado, a la forma como hemos construido nuestra cultura, no tendremos la posibilidad de construir otra cosa; no es algo liviano, no es algo alegre, tenemos mucho por lo cual entristecernos y dolernos”, advierte Liberman.

El gran desafío implícito en cualquier transformación tanto individual como colectiva pasa por entender, quizás, de forma precaria, que quien se propone cambiar lleva dentro de sí el poder volitivo, pero también lleva dentro de sí las razones para no hacerlo.

¿Cómo Liberman nos explica la contradicción? “Así también sucede en el psicoanálisis. Se trata de una terapia larga porque quien llega con el deseo de cambiar también llega con el deseo de no cambiar. Como colectivo estamos ante la tentación de no cambiar, tenemos razones para no hacerlo”. Seguramente porque cediendo el poder de nuestras decisiones a un padre autoritario es posible lograr la supervivencia.

Todo cambio lleva implícito el riesgo de no poder ser llevado a cabo. Pero las metáforas están allí para movilizar la esperanza de que sí es posible hacerlo, sobre todo, cuando viejas estructuras logran ser desplazadas con mucho esfuerzo, planificación, estrategias y tácticas, capaces de movilizar a una nación entera. Pero también gracias a fuerzas creadoras que sólo surgen cuando nos percatamos de que reposan dentro de nosotros mismos.